Egipto era, y sigue siendo, un país todavía por explorar en lo que al fútbol se refiere. Es curioso cómo a pesar de tener una gran cultura futbolística y ser el país que más veces ha ganado la Copa de África, apenas cuatro de sus veinticinco internacionales juegan en las grandes ligas europeas. Es cierto que dentro del continente africano son una gran potencia, el Al-Ahly de El Cairo es el equipo que más veces ha ganado la Liga de Campeones de la CAF, conocida como la Champions africana, en once ocasiones, seguido del Zamalek, también egipcio, que la ha ganado cinco veces. Uno podría pensar que el fútbol de élite está plagado de egipcios, pero nada más lejos de la realidad. Su fútbol suscita tan poco interés para los ojeadores del mundo que Mohamed Salah (sí, habéis leído bien) podría haberse quedado toda la vida jugando en su país de no haber sido por una de las mayores tragedias de la historia del fútbol: la tragedia de Port Said.
1 de febrero de 2012, estadio de Port Said, el árbitro acaba de pitar el final del partido. El Al-Masry se acaba de proclamar en su casa campeón de Egipto al vencer 3-1 al todo poderoso Al-Ahly. Los hinchas locales saltan al campo para linchar a los perdedores y la afición rival responde con otra invasión. Las autoridades presentes en el estadio, al ver la violencia de los hechos, deciden no intervenir por miedo, a pesar de ser más de tres mil agentes. La batalla campal en medio del césped deja 74 muertos y más de 250 heridos, muchos de ellos solo son hinchas que habían saltado al campo para abrazar a los suyos. Cientos de energúmenos que utilizan el fútbol para desahogar su agresividad acaban de dibujar uno de los capítulos más oscuros de la historia del deporte. La FIFA decide intervenir y suspende momentáneamente la actividad futbolística en todo el país.
En medio del panorama sombrío que arropada la nación, el Basel suizo, conmovido por la tragedia, organiza un amistoso con la selección egipcio SUB-23 para ayudar a las víctimas y a sus familias. Entre los suplentes de aquel encuentro se encontraba un joven talentoso de veinte años: Mohamed Salah. Entonces jugaba en El-Mokawloon, uno de los equipos más humildes de Egipto. Su futuro parecía ser el de cualquier otro futbolista egipcio: fichar por el Al-Ahly y hacer allí su carrera. Sin embargo, su destino cambió en aquel partido benéfico.
Ni siquiera era titular: entró en la segunda parte y dejo completamente atónito a Heiko Vogel, entonces entrenador del Basel. Salah anotó un doblete en menos de veinte minutos y le dio la victoria a su selección los suizos acababan de encontrar un diamante en medio del desierto. Aquella plantilla, con jugadores como Sommer, Xhaka o Shaqiri, acababa de ser aplastado por un chico de anónimo que apenas se ganaba la vida con el fútbol.

Salah nació en Nagrig, un pueblo agrícola de menos de nueve mil habitantes a 129 kilómetros de El Cairo. Venia de una familia humilde y desde pequeño le habían inculcado la importancia del estudio. Salah tenía más devoción por la pelota que por los libros. Su padre, que había sido futbolista en un club local, era consciente de la precariedad de los sueldos de los jugadores en Egipto y llego a prohibirle jugar para que se centrara en sus estudios. Él y su hermano se pasaban todo el día viendo videos de jugadores como Zidane o Totti. Las prohibiciones sirvieron de poco; sus notas eran muy bajas pero cada vez que tocaba el balón dejaba boquiabiertos a todos. A medida que iba destacando en el terreno de juego, empezó a recibir apoyo de sus padres. Y así, tras aquel partido contra el Basel, a Mohamed Salah le ofrecieron una prueba de 15 días que culmino en su primer contrato en Europa, lo que inicio su emocionante aventura en el viejo continente.
En su primera campaña gano la Superliga de Suiza y fue galardonado con el premio al mejor futbolista de la temporada. Comenzó a destacar en la Champions League, donde sus actuaciones atrajeron la atención de varios cubes importantes. Meses después, el Chelsea lo fichó. La estancia en el club londinense fue complicada. Bajo la dirección de José Mourinho, Salah no encontró muchas oportunidades de demostrar su valía y lo cedieron a la Florentina. Allí eligió el dorsal 74 en honor a las víctimas de la tragedia de Port Said, una muestra de su respeto y conexión con su país y su gente. Su éxito en la Serie A de Italia llamo la atención de la Roma, donde coincidió con una de sus ídolos: Francesco Totti.
El año 2017 fue un punto de inflexión en la carrera de Salah, cuando ficho por el Liverpool, donde alcanzo la cúspide de su carrera. Lo ganó absolutamente todo y se convirtió en una de los mejores jugadores africanos de la historia.
Fue precisamente ese mismo año cuando Salah le devolvió a su país toda la alegría que el futbol le había quietado cinco años antes. El 8 de octubre su equipo se jugaba la clasificación al Mundial de Rusia 2018. A Egipto solo le valía la victoria para asegurar su lugar en la competición, algo que no lograba desde 1990. El partido se jugó en el Estadio Borg El Arab en Alejandría, y los egipcios iban ganado 1-0 gracias a un gol de Mohamed Salah. Sin embargo, Congo empató el partido en el minuto 87 y las gradas comenzaron a llenarse de lágrimas. La esperanza comenzaba a desvanecerse como un espejismo en medio del desierto.
Quizá fue obra de Isis, diosa de la magia, pero en el minuto 93 Trezeguet recibió un agarrón de Tobías Badila y el árbitro pitó penal para Egipto. «¡Alá es grande!», gritaban los narradores del país. El banquillo egipcio saltó al campo como si estuviesen celebrando ya la clasificación. El país entero fue invadido de una alegría fugaz. Las sonrisas y los gritos de entusiasmo se enmudecieron justo cuando Mohamed Salah agarró el balón y lo puso en el punto de penalti. Todavía quedaba una barrera más que superar para alcanzar el sueño mundialista. Y sería él, el talento que emergió de la tragedia, quien estaba a solo once metros de convertirse en héroe o villano. El hombre que llevaba en sus espaldas los llantos de todas las familias que perdieron a alguien en Port Said. Mientras Salah acomodaba el balón, los narradores de la OnSport de Egipto empezaron a rezar:
«En el nombre de Dios,
el Compasivo, el Misericordioso.
Por favor Mohamed Salah, por favor».
Tomo impulso y disparo con la pierna izquierda un trallazo desesperado, como si la tensión le hubiese impedido apuntar. Aquel tiro desató un estallido de alegría incontenible. Egipto volvía a un mundial veinte ocho años después. Fue una victoria más allá del deporte, fue una reivindicación histórica, un mensaje al mundo de que Egipto, a pesar de las tragedias y las adversidades, seguía en pie, luchando y soñando más que nunca. Mohamed Salah, el niño de Nagrig, le devolvió a su país la alegría que el fútbol le había arrebatado y se convirtió en el faraón del pueblo. En aquella noche mágica de octubre. El niño que emergió de la desgracia se consagró como el mayor héroe, recordándonos que, a veces, de las cenizas del dolor puede surgir la llama más brillante.
La vuelta al fútbol en 80 historias.
Iker Ruiz del Barco
@elefutbol
